Después
del arresto de Jesús, tras la infame traición de Judas, el
Salvador tuvo que comparecer ante varias autoridades judías, y finalmente
fue entregado a los soldados romanos para que ejecutaran la sentencia de
muerte.
En su libro titulado The Roman Soldier (El Soldado Romano), el escritor H. E. L. Mellersh describe a los militares de la Roma imperial con estas palabras: "El oficio de un soldado es matar, pero en el caso del soldado romano, frecuentemente era matar en forma vil y despreciable". Esto explica obviamente el por qué del trato horrible y cruel que recibiera Jesús de mano de su ajusticiadores. Fueron los soldados romanos los que lo azotaron despiadadamente, ciñeron sus sienes con una corona de punzantes espinas, y le escarnecieron burlándose de él y ridiculizando sus reclamos de realeza divina. Luego, en el doloroso camino al Calvario, se gozaron azotándolo vez tras vez hasta hacerlo caer repetidas veces bajo el peso de la cruz. Y al llegar al lugar de la crucifixión, sin misericordia alguna, atravesaron sus manos y pies con gruesos clavos. Todo esto hecho con ostensible y cruel indiferencia, al punto de que mientras Jesús agonizaba en la cruz, ellos echaban suertes disputándose sus ropas (Mateo, 27: 35).
Al leer y pensar acerca de la crueldad de los soldados romanos para con el Señor Jesucristo, experimentamos una inevitable sensación de intenso repudio ante ese trato tan abusivo e inhumano. Sin embargo, no debemos olvidar que a causa de nuestros pecados, nosotros también somos culpables de la crucifixión de Jesús. Al igual que los soldados romanos, todos lo hemos crucificado. Siendo así, todos debemos con humildad y amor buscar el perdón del divino salvador, aceptándolo como tal, para de ese modo disfrutar de la paz y el gozo inefable de la eterna y gratuita salvación.